La carpintería de los años 80: su abc y adn (parte 2)
Por José Reydecel Calderón O.
A medio día se cerraba el portón de madera del taller porque durante una hora sería la red de la portería de futbol mientras jugábamos tercias a lo largo y ancho de la calle 42 y acueducto; deteniendo un poco el balón para que pasara un carro, o para que pasara una señora cargando su niño o llevando las tortillas de maíz de la tortillería contigua. Un balón largo de casi 20 metros de distancia rebotaba sobre el portón y a veces caía en el jardín de rosas y violetas de nuestra vecina viejita de enfrente; uno de nosotros debía de atreverse a pedirle que nos lo devolviera de buena manera, tardaba un poco, pero al fin nuestra vecina aparecía con una cara de impaciencia y de ya basta, y lo regresaba hacia el lado distinto del que lo pedía; injusto el momento, pero se repetía día tras día. Amigos de nosotros acudían con regularidad a la hora de jugar la cascarita. Sobre el pavimento de la calle, en el cordón de concreto o en los camiones estacionados se estrellaban los huesos de nosotros y los balones: más de una vez y más de unos de nosotros se fracturó un pie, una pierna, o se abrió la cabeza. Sudorosos, jadeantes, colorados, o pálidos, con camiseta o con el torso desnudo, volvíamos a las labores del taller, hacíamos fila para ir a tomar agua, nos secábamos el sudor y de nuevo abríamos de par en par el portón; el portón verde que ahora tenía una franja transversal blanca para marcar la altura reglamentaria de una portería de futbol. La edad media de los integrantes del taller rondaría entonces en los 22 años de edad. Los máistros maestros mayores jugaban con ánimo. Las jóvenes de ventas y de la oficina, las bellas jóvenes, nos echaban porras desde la banqueta.
El trabajo era en serie y muy uniforme en un espacio no muy grande y permitía que pronto estuviéramos todos en nuestro lugar de trabajo, aunque la media hora de receso después de comer se alargaba hasta casi una hora.
Leonel de carpintería y Manuel de pintura, con la ayuda de Pancho, se daban tiempo para organizar una nueva liga de futbol: la Noroeste, que jugaba en los campos de fútbol que nos prestaban los Hermanos Lasallistas. No menos de 10 equipos la componían, y sus capitanes se reunían los jueves por la noche en el lugar del taller de pintura que daba a la calle Zarco. La mueble participaba con su propio equipo, eran sus capitanes, Juan y Leonel, y era desde luego el equipo a vencer, aunque rara vez campeones. Un amigo nuestro que jugaba con nosotros se quejaba: es que ustedes juegan por jugar, no juegan para ganar…el equipo contaba con jugadores de mucha calidad, Sabino, Pancho, Juan, Liebre, Chip, Chacho, Ismael, Priscy, Lencho, Chip, Pere, Arturo…y completaba su plantilla con amigos externos de buena técnica.
La carpintería, como la mueble, era un conjunto formado de subconjuntos: integrar sus relaciones y aspiraciones, sus motivaciones, no era muy sencillo. Algunos de nosotros tenían años ya trabajando en un oficio. Al menos la mitad eran casados y tenían familia. Unos veníamos de la obra, de la construcción, yeseros, carpinteros, albañiles, electricistas; otros iniciaban apenas su vida laboral. Otros tenían la experiencia de un trabajo y de una vida comunitaria, otros tan solo de una vida familiar. Distintas las edades como las experiencias y las escolaridades, había quienes venían de un seminario católico con estudios de teología terminados o por terminar, quienes tenían una carrera universitaria terminada, así como quienes no habían asistido a ningún grado escolar. Pero el conjunto, el gran conjunto, se sentía vigoroso, cuestionante y cuestionador.
Sin haber razones ideológicas aparentes más allá de que el trabajo del pueblo fuera para el pueblo, los salarios eran iguales y había que trabajar mucho entre todos para lograr los chivos semanales. Las decisiones se discutían en reuniones mensuales o en extraordinarias y cuando eran complejas se dejaban a consideración de la junta de gobierno: Humberto, Martín, Kuata, Lety…
El trabajo, los salarios, las juntas, el juego, eran sin duda momentos de unión y de reunión. La partida al infinito de Lorenzo Armenta Ceniceros, Lencho, fue un golpe duro para todos, para su familia en particular: Soco, su esposa; Hori, su hijo pequeño; Abi, su niña. Nuestros corazones se crecieron y nuestras diferencias encontraron un cauce más humano y llevadero.
La carpintería y la mueble eran simbióticas. Los asuntos de uno eran los asuntos del otro. La economía igual. Esta unión le daba una dimensión muy profunda y particular, casi familiar.
La carpintería abrió sus puertas a otros grupos; a uno proveniente del poblado de San Juanito, Chih. en particular, que deseaba formar una cooperativa de producción de muebles y otros servicios. Por unos meses convivimos y trabajamos juntos. Desde sus comienzos la carpintería se había apoyado para pintar sus muebles en un grupo de trabajo externo complementario al nuestro, ubicado a escasos 300 metros: Fernando, Rogelio, Manuel… y también en otro u otros talleres para la producción de muebles en específico, cierto tipo de recámara, de comedor, o de piezas sueltas. Y se hermanó, desde un principio con el taller de soldadura y herrería de la Col. Lealtad, donde participaban Toño Domínguez, Marco Mejía, Martín Anaya, Carlos González, Alfredo Valenzuela, Rafael Gastelum, Andrés Rivas… ellos nos compartían su producción en metal de antecomedores, sillas y estructuras para mesa.
La carpintería se vio exigida de pronto por el mercado, que pese a sequías, pasaba por un momento de mucho circulante efectivo. La tienda de la mueble había hecho muchos compromisos en apartados para hacerse de ingresos, abonar a deudas y cubrir salarios; los clientes pedían ser correspondidos. En un primer momento propusimos que el grupo creciera en integrantes y herramientas, en una reunión general se propuso el ingreso de Mario Decanini, conocido y amigo de nosotros, hermano, el grupo no se sentía capaz de otorgar un nuevo salario y lo veía con cierto recelo dada su edad y curriculum en un sindicato minero, aunque la discusión se trabó un poco, gracias a la intervención muy enfática de Jaime Vázquez, decidimos invitarlo a formar parte de nosotros. Un poco más adelante invitamos a otro amigo a formar parte del equipo, Miguel Márquez, el Borre.
La carpintería cayó en un círculo vicioso, de pronto había mucho mercado, luego no tanto, por eso decidió en un segundo momento aceptar la propuesta de que equipos de 2 o 3 miembros se quedaran a trabajar tiempo extra en el taller, ellos hacía pequeñas producciones y lograban mejorar su ingreso particular. La propuesta trajo consigo un poco de desorden y una caída en la producción general, dado que el control de los materiales se tornaba muy difícil , la comunicación se empantanaba y los muchachos del equipo se veían cansados. Una tercer propuesta parecía ser la adecuada: crear dos turnos de trabajo. De ese modo las máquinas trabajarían 16 horas seguidas y la producción podría duplicarse. El intento se hizo y se llevó a cabo por cerca de un año, pero de nuevo, o no había producción o faltaba, y los compromisos de la mueble crecían, mientras los salarios seguían estancados.
La mueble y su equipo de vendedores, junto con nosotros carpinteros, vimos la necesidad de un nuevo frente de ventas y se encontró en la calle Libertad y 19 de esta ciudad, en un local muy amplio, propiedad del señor Oscar Reza. Pareció aliviar de pronto la economía, pero no lo logró. Entonces el equipo creativo en un afán de encontrar clientes salió a buscarlos al pueblo industrial y agrícola de Col Anáhuac, Chih. Y encontró más de lo que buscaba: ventas directas a los empleados de la fábrica de papel que se cobraban de contado a través de su sindicato. El taller respondió a la nueva exigencia y propuso para elevar su producción trabajar también en el local de herrería y soldadura de los hermanos de La Lealtad. Se llevó a cabo y hubo mucha respuesta y un tiempo muy prometedor de intercambios y de nuevos oficios, como la tapicería y la costura. Sin explicaciones aparentes, más allá de lo que veíamos, la sima económica se hacía más honda.
La voluntad, la buena voluntad no se daba por vencida. El transporte particular era el camión urbano y la bicicleta. Pero la bicicleta bonita de colores y llanta delgada, la benotto. En los días de campo anuales por primavera o por verano, serpenteaban de colores por las carreteras cercanas; a Julimes, la mayoría de las veces, a Rosales, a Santa Isabel…una o dos veces a Rekowata, en la sierra tarahumara. Iban con nosotros nuestras familias y muchos invitados amigos.
La creatividad y la voluntad de quienes dirigían la economía de nosotros entonces parecía crecerse. Habíamos ya sorteado un encuentro injusto con la hacienda pública que nos costó tiempo, trabajo y dinero. Habíamos conseguido ya para este momento un préstamo directo al banco, que se nos otorgó sin muchas dificultades. Ahora, vivíamos una nueva oportunidad de crédito a través del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que pretendía la creación de grupos de producción cooperativa de nivel bajo. La mueble se apoyaba para su producción en varios talleres y decidió aceptar el crédito sirviendo de aval para financiar su crecimiento físico y operacional. Nosotros, como mueble, recibimos también ese crédito. Los pequeños grupos pudieron pagar a su debido tiempo, algunos con cierta dificultad; pero nosotros, la mueble, no pudimos pagar, y los intereses se aumentaban. Gran esfuerzo hacíamos cuando llegó una nueva oportunidad de financiamiento a través de una institución mexicana del gobierno dedicada a promover la creación y la producción de pequeños grupos: Canafo. Los ejecutivos de la institución nos visitaron y comenzamos la negociación. Cierto que no pasamos ningún análisis de viabilidad sino solo el empeño de trabajo y el deseo de salir adelante. Los ejecutivos tomaron como aval y fianza nuestras propiedades. Una parte, porque otra era ya la fianza del compromiso anterior. Trabajamos con ahínco . El tiempo, el esfuerzo, el conocernos, había fraguado en nosotros grandes amistades y cariños. Las reuniones mensuales daban cuenta de ello y de la inevitable e inexplicable situación financiera.
Finalizaban los años ochenta, entrábamos en depresión en los años noventas.
En los escritorios de nuestros financieros estaban ya hechos los proyectos de embargo, irremisibles e inconcebibles. Las reuniones se alargaron, los días de campo se terminaron, las trocas ya no se rotaron los fines de semana para usarse en beneficio de nuestras familias y muchos compañeros tuvieron que buscar un nuevo lugar de trabajo para subsistir. Lastimosa y desierta diáspora.
El portón de la carpintería cuán grande siguió abierto de par en par. El cielo azul entraba por su espacio a casa.
“Señora vecina de enfrente: gracias por devolvernos el balón. Perdónenos por haberle maltratado su hermoso jardín de rosas y violetas”.